Si algo hizo bien Mijatovic, si por alguna decisión hay que estarle agradecido al montenegrino es, sin duda, por la venta de Robinho al Manchester City en verano de 2008. La venta reportó al Real Madrid la friolera de 40 millones de euros por un jugador que nunca cumplió las expectativas que en él se depositaron. Un año y medio después, los aficionados del City bien que se lamentarán hoy por esta operación ruinosa que ha desembocado en la cesión por seis meses del jugador carioca al Santos brasileño. Cuarenta millones de euros a la basura son muchos millones, pero nunca podrán decir que el desastre no se veía venir. Robinho se marchó a la Premier prometiendo que allí se convertiría en el número uno mundial que no le habían dejado ser el el Real Madrid, pero allí (en un equipo de segunda fila hoy por hoy) se encontró con que tampoco era un futbolista indiscutible. Y descubrió, sobre todo esta temporada, que sus bicicletas no son suficientes para escalar a la cima de la titularidad en un club plagado de buenos y resolutivos futbolistas. Tévez, Adebayor, Roque Santa Cruz, Gareth Barry... le han dejado con sus posaderas en el banquillo más partidos de los que un autoproclamado aspirante a mejor jugador del mundo pudiera desear. Robinho pronto descubrió que tampoco en el segundo club de Manchester era una rutilante estrella, pero su rendimiento tampoco le ha ayudado a ganarse la credibilidad que buscaba. Al final ha buscado volver a ser importante con una nueva huida, similar a la que protagonizó a Madrid a Inglaterra. Una marcha a su querida tierra brasileña donde espera volver a sentirse un crack. Allí, en el Santos, en una competición donde completan sus últimos años las otrora figuras brasileñas como Ronaldo y Roberto Carlos, el veinteañero Robinho intentará ser el mejor de Brasil. O, aunque sea, sólo del Santos.